IGNACIO ZAFRA El País- Valencia - 06/11/2009
En la fotografía, extraída de un recorte del diario ruso Pravda, se ve a Vicent Sos Baynat asomado con tres colegas a un balcón del hotel Moskwa, a tiro de piedra de la Plaza Roja. Corría el año 1937. Sos Baynat no era, que se sepa, un espía. Asistía al Congreso Internacional de Geología, en Moscú. Y formaba parte de la prometedora comunidad investigadora que, desde la concesión del Nobel de Medicina a Santiago Ramón y Cajal (en 1907), encarnó la llamada edad de plata de la ciencia española. Una generación quebrada por la Guerra Civil y esparcida por el mundo tras la victoria del general Franco a la que la Universitat de València y la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales rinden estos días homenaje con el congreso El exilio científico republicano.
Baynat pasó 10 años en una habitación, sin material, y trabajó de memoria
El exilio adoptó muchas formas, cuenta el catedrático Josep Lluis Barona, organizador del encuentro. Hubo quien intentó mantener la idea de comunidad científica española, aunque fuera en la diáspora. El Instituto Cajal fue prácticamente transplantado a México. Algunos exilios suprimieron para siempre la carrera de sus protagonistas, y otras siguieron creciendo al calor de grandes instituciones científicas internacionales que, en general, los acogieron más por su valía que por solidaridad.
Probablemente el del paleontólogo Vicent Sos Baynat, nacido en Castellón en 1895, catedrático, miembro del Museo Nacional de Historia Natural, integrado en el llamado exilio interior, fue uno de los más dramáticos.
Tras el congreso de Moscú el profesor regresó a España y, una vez terminada la guerra, se trasladó Madrid. Un viaje en tren que Sos Baynat y su familia vivieron con el corazón en un puño, esperando en cualquier momento un registro de la Guardia Civil. El paleontólogo no había tenido responsabilidades políticas. Pero era republicano, había dado clases en la Institución Libre de Enseñanza, y por menos de eso se habían abierto muchos expedientes de depuración y algunos profesores habían sido fusilados. Al llegar a Madrid, Sos Baynat se escondió en un armario. Y pasó los 10 años siguientes encerrado en una habitación donde, sin embargo, siguió trabajando y escribiendo sin apenas material, "con lo que tenía en la cabeza", dice Barona.
El paleontólogo abandonó su escondite para dar clase, con nombre falso, en el colegio de sus hijos. Después se mudó a Plasencia (Extremadura) y allí, una mañana, mientras la familia se preparaba para ir a una boda, la Guardia Civil se presentó en casa y se lo llevó detenido. Fue inhabilitado para la docencia, se le cerraron las puertas de la investigación y de otros muchos oficios. Tuvo que ganarse la vida elaborando informes geológicos para una empresa minera.
Cuando le quedaba un mes para jubilarse le comunicaron el levantamiento de su sanción. Se trataba, explica Barona, catedrático de Historia de la Ciencia, de una práctica común en la época: se les perdonaba semanas antes del retiro obligatorio, de forma que no tenían derecho a nada. Sos Baynat se negó a firmar aquella rehabilitación.
La reivindicación llegó más tarde, y fue intensa a partir de la Transición. Se convirtió en el primer doctor honoris causa por la Universidad Jaume I de Castellón, el 12 de junio de 1992. Tres meses después falleció.
Los exilios significaban normalmente más kilómetros. Como el de Pío del Río Hortega, nacido en 1882 en Portillo (Valladolid), discípulo de Cajal, impulsor del primer instituto español de investigación sobre el cáncer, profesor visitante en varias universidades europeas, que al concluir la guerra recibió la ayuda de la Sociedad para la Preservación de la Ciencia y del Aprendizaje, institución británica creada inicialmente para dar asistencia a científicos y académicos alemanes perseguidos por Hitler, sobre todo judíos.
Del Río Hortega se estableció en Inglaterra y allí descubrió la microglía. Hasta entonces, señala Barona, se había atribuido una función a las células neuronales, pero se desconocía el papel del resto de elementos que forman parte de la sustancia del sistema nervioso (como las microglías). El médico español fue investido honoris causa en Oxford y propuesto para el Nobel. Después se fue a vivir a Argentina ("la cuestión lingüística y de afinidad cultural debió influir en muchos exiliados", afirma Barona), donde había establecido lazos académicos, y murió en Buenos Aires en 1945.
Aquel año trazó una gran divisoria. Hasta esa fecha, límite de la Segunda Guerra Mundial en suelo europeo, muchos científicos españoles conservaron la esperanza de que el conflicto terminaría alcanzando a la Península Ibérica y llevándose por delante el régimen de Franco. Cuando se hizo evidente que los Aliados no cruzarían los Pirineos, cuenta Barona, muchos decidieron cambiar el exilio europeo por el americano.
¿Cuántos científicos, investigadores y médicos españoles se exiliaron? Es muy difícil de decir, dice Barona, entre otras cosas porque parte de los exiliados nunca han sido identificados como tales y otros sólo lo fueron después de su muerte. Ese fue el llamativo caso de Antonio Chamorro, nacido en Huesa (Jaén), en 1903, médico, rector de la Universidad de Granada, militante del PSOE y de la UGT, a quien el estallido de la Guerra Civil sorprendió, ironías de la vida, durante una estancia de investigación en Berlín.
Chamorro no volvería a Granada hasta casi medio siglo después, y estuvo de visita. Fue jefe de investigación en el Instituto Curie, en París, y amigo, entre otros, de Picasso. Todo indicaba que había rehecho completamente su vida. En su testamento, sin embargo, legaba sus bienes (entre ellos un apartamento en París y un chalé en el sur de Francia) a la Universidad de Granada con una única condición: que sus cenizas fueran esparcidas en el cementerio de la ciudad andaluza, cerca de la tapia donde sus colegas académicos fueron fusilados.
Publicar un comentario