Nadie ha demostrado nunca que exista un dios omnisciente, que tiene preferencias morales y que puede castigarnos si no las seguimos. Sin embargo, la creencia en un ser supremo condiciona la vida de cientos de millones de seres humanos en todo el mundo, que realizan todo tipo de esfuerzos para satisfacerlo. Y este peculiar comportamiento ha podido desempeñar un papel clave en la evolución de las sociedades humanas.
El antropólogo británico Robin Dunbar, padre de la hipótesis del cerebro social, calculó que el límite superior para los grupos humanos es de 150 individuos. Esta cifra se corresponde con las dimensiones de los grupos de cazadores recolectores, con el de las comunidades agrícolas e incluso con la cantidad de amigos que realmente podemos gestionar en Facebook. Sin embargo, las sociedades humanas han logrado superar por mucho ese nivel de complejidad y hay ejemplos de cooperación y sacrificio extremos, como el de los combatientes que dan su vida en guerras por millones de compatriotas desconocidos.
Las religiones aumentan o amplifican algo que todos llevamos dentro: un instinto moral
De alguna manera, la creencia en un ser invisible que nos vigila para que no nos saltemos las normas puede ofrecer ventajas desde el punto de vista evolutivo. Esto se explicaría porque, aunque la vigilancia divina evite que velemos solo por nuestro propio interés, estas creencias pueden haber protegido a quienes las profesan de comportamientos egoístas que, en sociedades humanas cada vez más transparentes y en las que la reputación es importante, pueden acarrear castigos.
Un dios 'gran hermano' ayuda a evitar el egoísmo entre personas alejadas y que no se conocen
El castigo sobrenatural, la preocupación moral de los dioses y la omnisciencia habrían evolucionado junto a la complejidad social. “Muchos estudios sugieren que los dioses moralistas funcionan como un tipo de mecanismo de defensa frente a grandes poblaciones en las que es más fácil ser egoísta al interactuar con multitudes anónimas todo el tiempo”, explica Purzycki. “Se ha probado experimentalmente con resonancia magnética funcional que tendemos a ser menos egoístas e injustos cuando nos sentimos observados”, apunta Martín Loeches. “Es probable que esas creencias ayuden a mantener la complejidad social y la cooperación”, añade Purzycki.
Otros estudios han mostrado que los ateos son más altruistas con desconocidos
Las religiones organizadas serían un intento de estructurar los sistemas de reciprocidad que habían mantenido unidas a las pequeñas sociedades humanas primigenias, cuando aún tenían un tamaño que permitía conocerse a todos sus miembros limitando la tentación de buscar el bien propio a costa del grupo. En muchos de los principios fundamentales de las grandes religiones se puede observar un principio de reciprocidad que ha sido un rasgo fundamental en la evolución humana. El cristiano “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, encuentra un eco en el islam cuando en el Kitab al Kafi se lee que “lo que no te gusta que te hagan, no se lo hagas a los demás”. Textos similares se pueden encontrar en las religiones orientales o incluso en el confucianismo chino: “Nunca impongas a los otros lo que no elegirías para ti”.
De estudios como el que se publica hoy en Nature se puede deducir que la religión es un pilar importante para el sustento de las sociedades complejas. Sobre este punto, Martín Loeches considera que no hay que “llevarse las manos a la cabeza”. “Digamos que estas religiones aumentan o amplifican algo que todos llevamos dentro: un instinto moral, un sentido de justicia, del bien y el mal. No se necesita la religión para esto, ya está codificado en nuestros genes; las religiones moralizantes lo potencian, pero podría haber otras alternativas, como el recuerdo, los homenajes… premiando los buenos gestos más que castigando los malos”.
Aunque muchos trabajos han mostrado el valor de las creencias religiosas como pegamento social, otras investigaciones recientes han observado que, en particular cuando se trata de ayudar a desconocidos, los ateos son más generosos.