viernes, 29 de abril de 2016

¡Qué mal gestiona las señas de identidad la izquierda!

Cuentan que en el parlamento inglés, en un principo, los liberales se sentaban a la derecha. Los conservadores se dieron cuenta de que la gente empezaba a asociar "Right" derecha en inglés, pero también correcto, con esa tendencia política. Rápidamente movieron hilos para ocupar ellos los bancos de la derecha. Es por eso que hoy en día izquierda y derecha en política tiene ese significado.
La izquierda gestiona muy malamente las señas de identidad, es por eso que hay tanto baile de siglas. Si no gestionas bien las señas de identidad no puedes disfrutar de un territorio.

Las personas de derechas no tienen que trabajar con demasiadas señas de identidad, unas pocas bastan. Eso les permite no tener que perder tiempo justificándose y centrarse en lo importante: el dinero, los contactos y disfrutar de las oportunidades que están vedadas a los otros.
 Apolítico, total, de derechas como mi padre

Muchas veces no tienes ni que decir que eres de derechas, basta con que tus comportamientos lo sean para que seas aceptado en el grupo. Tu puedes decir que eres de izquierda, que si tienes tu rolex, tu Mercedes, tu buena casa, tus contactos, tu negocio que lo gestionas igual que lo gestionan ellos... pues bienvenido al grupo. El primer requisito es demostrar que sabes gestionar tu territorio. Ese es el primer mandamiento de esta peculiar definición política. Luego están los otros... que se pueden llamar como quieran. Siglas sin territorio ¡Quién las quiere!.

De los movimientos de izquierda, los comunistas, fueron los que mejor gestión hicieron de sus símbolos. En el Manifiesto Comunista de C. Marx se define y se promete un territorio a quienes abracen la causa. Se explica en ese librito que es como un pequeño catecismo, que es completamente inevitable que el espacio político sea poseído por los de la hoz y el martillo. Una dialéctica de "los muertos los pones tu o los pongo yo". En este caso se demostraba que a la larga eran los otros los que se verían excluídos del espacio político.

En esta dinámica de grupo, la selección opera exclusivamente sobre el individuo. Es el individuo el que a través de la explotación de las señas de identidad puede disfrutar de las ventajas de la pertenencia a ese grupo. El grupo en si poco importa. Por ejemplo el desmoronamiento de la URSS. De repente aquellos aparatich comunistas, miembros del poliburot, de la KGB etc ya no podían disfrutar de sus prevendas asociados al partido comunista. 

In Hoc Signo Vinces

Este grupo levantó la vista y vieron en al nacionalismo ruso, a la iglesia ortodoxa, los símbolos que les conducirían a continuar detentando el poder como lo habían hecho siguiendo ciegamente la ortodoxia del partido comunista. Y ahí los tenemos, directamente del KGB a la presidencia de la Federación Rusa.
De la hoz y el martillo a la cruz ortodoxa. Un viaje en donde la pertenencia del territorio se ha mantenido
Este tipo de vicisitudes, en donde la política te obliga a cambiar de la noche a la mañana de señas de identidad de una manera bastante cómica la podemos ver en la fantástica película basada en el libro homónimo de Bohumil Hrabal "Yo que servía al Rey de Inglaterra". En este libro el personaje, un pícaro que aspira a ser millonario, se da cuenta de que la explotación de las señas de identidad es fundamental para la pertenencia a ese grupo. Pero hay algo que no encaja, algo que no sabe hacer bien. Es quizás ese DESEO de pertenecer al grupo lo que el grupo de millonarios detecta como algo que NO ES  de ese grupo. Por tanto, a pesar de que ha llegado a tener tanto dinero como ellos y sus maneras son iguales a las de ellos los millonarios nunca lo aceptan como uno más. Es un wannabe, un pretendiente. No se ha dado cuenta de que le falta algo esencial. No es el dinero, no son las maneras, ni siquiera las señas de identidad. Lo que muestra veladamente el libro es que esos millonarios detentan un territorio. Es el territorio, es el territorio, es el territorio, y el protagonista, el pícaro nunca ha puesto ese variable en su ecuación al éxito. Quien define un territorio gana el juego. La seña de identidad tiene que ir asociada a un territorio, necesariamente. Si tu pides aceptación entonces es que no has entendido nada. Nadie es aceptado cuando pide ser aceptado. La aceptación viene cuando has demostrado la pertenencia de ese territorio como algo tuyo. En ese momento eres uno de ellos.

viernes, 15 de abril de 2016

Alexandre Finisterre: poeta, anarquista, inventor del futbolín

Por su interés reproduzco este artículo firmado por Marcos Pereda en La Voz del Sur:

Alejandro Finisterre tuvo varios nombres, siete vidas, mil amores, una sonrisa triste y una biografía tal que si alguien quisiera escribirla le tacharían de fantasioso. Tuvo, también, la felicidad en su mente y en sus manos cuando un día se le ocurrió crear la magia de traer el fútbol a un salón para aquellos niños a quienes la guerra les impedía correr. Tuvo versos, aviones, exilios y saudades. Tuvo cenizas de cigarros consumidos a ambos lados del Atlántico, ideales inquebrantables y palabras con las que juguetear cuando se le ponía triste el alma. Tuvo todo eso, claro, y a su Galicia atlántica y feroz en el mirar, a su mar salado de erizos esquivos, a sus bosques de beleño, de cagigas, de piedras mágicas. Era, fue, una leyenda. La leyenda de un hombre al que, entre otras cosas, se le ocurrió inventar el futbolín.

O no. Porque igual para quien fue poeta, editor, profesor…, anarquista, académico de la Real Academia Gallega, libre, siempre con una historia en la boca…, .igual para él, digo, inventar algo era una grosería. Un hurto al Destino, al mundo, al mismo éter que viaja lleno de ideas. Que inventen ellos, quizá, pero nosotros lo mejoraremos. Y así lo hizo con el futbolín. Lo perfeccionó para que dejara de ser solamente un juego de reflejos, de fuerza, casi de suerte. Para que se convirtiera en un pequeño arte de la técnica y del engaño, en el espejismo del no ser aunque sea. Exactamente igual que el mismo Alejandro.
Lo de sus nombres tiene una explicación más sencilla.  Nació como Alejandro Campos Ramírez en 1919, en el fin del mundo gallego, y más tarde hizo que lo llamaran Alejandro Finisterre, o Alexandre de Fisterra, en aquel idioma que tanto amó y al que tanta música acabó regalando. Y es que si el hombre es libre, y Alejandro siempre pensó que el hombre era libre, ¿por qué no iba a poder llamarse como deseara? Fue su primera transgresión. No sería la última.
Escaseaba el dinero en casa de los Campos, zapateros de La Coruña, así que toda la familia decide viajar a Madrid en busca de fortuna. Pero la suerte es esquiva, y en aquella selva de grises, tan diferentes del azul y el verde de sus primeros pasos, Alejandro empieza a ver las mezquindades de los hombres, las injusticias de la Historia. Tienen tan pocas monedas que el chaval apenas puede pagarse el Bachillerato, y se saca unas perras corrigiendo los trabajos de alumnos de cursos inferiores. Suda como peón de albañil, y también en una imprenta que lo marcará profundamente, con su olor, con el sonido atronador pero dulce de los tipos móviles. Ya nunca más querrá salir de entre las letras Alejandro, ya nunca. Y es allí, en Madrid, donde conoce al gran amigo de su vida. León Felipe Camino, poeta zamorano, la voz en el exilio antes de ser exiliada. Será Alejandro quien organice al joven León su primer recital poético, en 1936. Serán inseparables en España. Se volverán a encontrar en América, décadas después. Y, entre medias, el horror.

Porque eran tiempos duros, claro, esos de los años 30. De violencia soterrada que se convirtió en violencia grotesca, obscena. De intranquilidad, toques de queda, llamadas a las puertas en mitad de las noches. De recuerdos y olvidos. Y, al fin, de guerra, de guerra cruenta, de heridas que se abren para no cerrar jamás. Alejandro, ya Finisterre, tiene solo 17 años cuando en noviembre de 1936 un bombardeo de los fascistas le deja sepultado entre las ruinas de un edificio. El cuerpo destrozado como el de una marioneta sin cuerdas. Aun tendrá suerte, a su alrededor surgen muertos con ojos que cenicientan cubiertos por el polvo. Lo trasladan a Valencia, viaje de drama en aquellas carreteras que no eran carreteras, en aquella tierra a la que se le había olvidado el respirar. Sus heridas son graves, ha perdido mucha sangre, allí no lo pueden atender. De Valencia lo mandan a Puig, cerca de Montserrat, una colonia de asistencia y recuperación en la que se seguía un régimen de vida prácticamente libertario. Y es aquí donde empieza la leyenda, la que acompañará siempre a Alexandre de Fisterra hasta su muerte. Una de ellas, se entiende.

Qué guapa es Núria, y con qué gracia toca el piano. Sus dedos deslizándose por entre las teclas, su boca entreabierta, sus dientes de nácar que juguetean a asomarse de vez en cuando. Qué guapa es Núria, y cuánto le gusta al joven Alexandre. ¿Será esto el amor? Si no lo es, se parece mucho a eso de lo que hablan los poetas. Pero cómo podría conseguir él, un muchacho flaco y desgarbado, con cerrado acento gallego, que la guapa pianista se fijase en sus ojos. Porque cuando las miradas se cruzaran estaba seguro de que todo iría bien. Lo sabía. ¿Cómo? Y Alejandro pone a discurrir sus meninges. ¿Qué es lo que más le gusta a Núria? Tocar el piano. Pero él no puede comprarle un piano. ¿Entonces? Ya sé, a veces ha sorprendido a la ninfa gruñendo en silencio (porque las hadas, aunque gruñan, lo hacen siempre con encanto) por tener que dejar de arrancarle estrofas al instrumento para pasar las páginas de la partitura. Quizá… quizás… Dicho y hecho, Alejandro inventa el primer pasahojas de partituras que se mueve con los pies. La encantadora Núria se lo agradece con retazos de besos furtivos. Él es feliz. Patentará el invento a principios de 1937, junto con otra de sus creaciones. Nada menos que el futbolín…

Alexandre ha quedado cojo, la guerra se le ha llevado el andar de verbena (fue bailarín de claqué en tiempos) y ha dejado un ritmo melancólico. No es el único. En el hospital hay un montón de chavales lisiados que apenas pueden levantarse de sus camas. Allí todos ayudan, todos tienen que echar una mano. A Alexandre le dicen que se encargue de los más pequeños, ya que él es el mayor de los infantes, el menor de los adultos. Y lo hace, les organiza siguiendo doctrinas educativas del anarquista Ferrer i Guardia. Pero los chavales tienen tristeza en el alma. Ellos quieren jugar, quieren jugar al fútbol, el esperanto está muy bien, pero lo que de verdad desean es pegarle patadas al balón. Algunos se lo dicen y justo después bajan la mirada, avergonzados. Patadas con qué. Niños de la guerra, cuerpos truncados. Así que Finisterre, su hermano mayor, decide que todos podrán jugar al fútbol. Y vuelve a pensar.

En realidad la idea del futbolín estaba en el aire desde finales del siglo XIX, cuando diversos inventores habían patentado juegos similares en Gran Bretaña o Alemania. Pero lo que hace Finisterre es genuinamente ibérico: le proporciona un toque de picaresca. Hasta entonces los jugadores eran de plomo y macizos, con las piernas juntas, apenas conos pintados. Y Finisterre le da una vuelta. Sus futbolistas serán de madera de boj, la pelota tendrá el suave tacto del corcho, y, además, las figuras separarán sus piernas. Lo que era un juego que consistía en tirar fuerte y tener reflejos torna a competición de astucia y engaño. La idea surge de forma natural en el lapicero de Alexandre. Se la pasa al ejecutor de sus inventos, un carpintero vasco llamado Francisco Javier Altuna. Los chavales ya tienen su fútbol de salón. Fisterra vuelve a sonreír.

Patentará el invento, como dijimos, en 1937, pero esos papeles no duran demasiado. El triunfo franquista lo empuja a Francia, en un viaje a pie por mitad de los Pirineos bajo una tormenta que se disfrazaba a ratos de alegoría. Su petate era ligero, una lata de sardinas, dos obras de teatro y las patentes de sus inventos. El agua, la lluvia, hizo que a suelo francés solo llegaran las sardinas. Había perdido su trabajo de años. Casi una década después, en París, ve su invento, su futbolín, en el escaparate de una juguetería. Se pone en contacto con el fabricante, más tarde con la Asociación Internacional de Refugiados, y logra una compensación escasa, magra. Suficiente, no obstante, para dar el salto a América. Europa le aburría, iba a viajar al Nuevo Continente. A reunirse con su amigo León Felipe. A seguir siendo una de las voces más críticas, más lúcidas, del exilio gallego. A declamar versos en aquel idioma de atlánticos y helechos más allá de todas las olas, de todas aquellas que se terminan en su Finisterre querida.

Y allí empieza otra vida de las muchas de este gallego universal. Porque en Ecuador, en Guatemala, en México, fue mil cosas. Fue editor, antólogo, poeta, publicista. Fue escritor, amigo y amante. Fue académico de la Lengua Galega, fue secuestrado por agentes franquistas en Guatemala que querían traerlo de vuelta a España para juzgarlo, por rojo, por anarquista, por poeta. Fue alguien que, en aquel avión que lo llevaba a una patria que ya no sentía como suya, se refugió en el servicio, moldeó la pastilla de jabón, y salió de allí diciendo que tenía una bomba, que la haría detonar si el aparato no se desviaba y lo dejaba en algún lugar seguro. Nada menos. Y aterrizó en Panamá, claro, porque si algo fue Alexandre Fisterra durante toda su vida es un hombre de recursos. Tantas cosas fue. Tantas.
Eso, y el inventor del futbolín. Casi nada.

martes, 12 de abril de 2016

Individualidad: identidad y territorio

La identidad es importante para mantener un territorio. La individualidad es un territorio y una identidad. Cuando la individualidad se divide aparece el conflicto.
Cuando las gemelas idénticas, June y Jennifer Gibbons tenían tres años de edad, comenzaron a rechazar la comunicación con las personas a su alrededor. A medida que crecían, el amor, el odio y el genio, las unían para empujarlas a los márgenes extremos de la sociedad
Hay personas que se sienten siempre fuera del territorio. El territorio como espacio de pertenencia común. El pícaro de las novelas de picaresca española nos habla de esas personas con astucia para colarse en un ambiente, en una clase social a la que no pertenecen, pero que a la larga son excluídos por no exhibir algunos elementos sutiles pero necesarios. La película "Barry Lyndon" de Kubrick narra la ascensión y caída de uno de estos pícaros, en este caso en un ambiente de lores ingleses.

Los árboles también marcan un territorio en sus copas como se puede observar en este video: 




sábado, 9 de abril de 2016

Padres que crecen con sus hijos especiales

Hace unos días publiqué un post sobre un artículo sobre la familia Martinón Torres, siete hermanos exitosos académicamente de Ourense que se criaron en una casa con 20.000 libros. Los libros parecen clave en el éxito académico. Para compensar tanta brillantez y autosatisfacción recomiendo el libro de Kenzaburo Oé "Un amor especial" y el documental "María y yo" sobre padres que han crecido con hijos especiales (bueno, todos los hijos lo son)
De el libro de Kenzaburo Oé extraigo el siguiente comentario:

"A un nivel más personal, imagino un ejemplo muy concreto de lo que le sucede a una sociedad que excluye a sus minusválidos, preguntándome cómo nos habríamos vuelto nosotros, los Oe, si no hubiéramos hecho de Hikari un miembro indispensable de nuestra familia. Imagino una casa sin alegría, en la que soplarían frías corrientes a  través de las grietas dejadas por su ausencia y, después de su exclusión, sería una familia con unos vínculos cada vez más débiles. En nuestro caso, sé que sólo gracias a que incluimos a Hikari en la familia, conseguimos capear nuestras diversas crisis, tales como el gradual declive mental de mi suegra".


Frente a las experiencias del dibujante Miguel Gallardo, o de Kenzaburo Oé, están las de otros padres que no pudieron asumir que sus hijos no eran lo que a ellos les hubiese gustado. Por ejemploArthur Miller que escondió públicamente la existencia de Daniel Miller, su hijo con síndrome de Down, que no parecía ser compatible con su vida de dramaturgo e intelectual de referencia. Ni siquiera lo menciona en su libro de memorias, Timebends. 

Sin embargo, seis semanas antes de morir, a los 89 años, Miller quiso enmendar 40 años de ausencias y decidió incluir a Daniel en su testamento, repartiendo su riqueza a partes iguales entre sus cuatro hijos (además de Rebecca y Daniel, también fue padre de Jane y Robert, fruto de su matrimonio con Mary Slattery).

Daniel, quien llegó a participar en los Juegos Paralímpicos compitiendo en categorías como esquí y ciclismo, creció solo en diferentes instituciones y no conoció a su padre hasta 1995, cuando durante un acto público en el que el escritor iba a hablar en defensa de un discapacitado mental acusado de asesinato, Daniel subió al escenario y abrazó a Miller.

domingo, 3 de abril de 2016

Los siete hermanos que se criaron con 20.000 libros

Reproduzco esta entrada del periódico El País (Haced clic para entrar en el artículo) en donde se habla de siete hermanos, todos brillantes y exitosos, y de la biblioteca familiar de 20.000 volúmenes.

Conocí al pediatra Federico Martinón en una charla que dio en un bar en Santiago de Compostela, dentro del círculo de charlas del grupo de Escépticos de esa ciudad. Una charla de divulgación a favor de la vacunación, criticando a los estúpidos que no vacunan a sus hijos. Un tipo brillante. Durante el artículo dice: "En medicina, si no estudias estás abocado a la mediocridad. Pero, sobre todo, tus pacientes estarían abocados a la mediocridad de su médico". 

Es importante para el éxito académico la existencia de una biblioteca familiar, por eso os animo de corazón a que compréis libros, a que disfrutéis viendo como la biblioteca crece en los anaqueles.


sábado, 2 de abril de 2016

San José: el santo cabestrón nos muestra la debilidad del varón en el Mediterraneo

Por su interés reproduzco el artículo de Rubén Amón en El País:



Más que el Día del Padre, tendría sentido celebrar el día mundial de padre o el día del orgullo paterno. Quedaríamos así los padres reflejados en categoría precaria y reivindicativa, víctimas como somos del complejo de San José.

Me refiero al papel accidental que representa el carpintero en el portal de Belén. Es un padre alquilado, un figurante sin linaje divino y un antecedente que explica la posición gregaria del padre en la cultura mediterránea. Provenimos los padres de un santo cabestrón al que han prestado el halo para no deslucir la iconografía metafísica.

Es la paradoja de la cultura machista. El hombre abruma con su testosterona, sus manazas y sus privilegios, pero el padre se resiente de una posición embarazosa en el espacio doméstico. Se lo leí al escritor François Caviglioli en un libro bastante original que matizaba la diferencia entre reinar y gobernar. Por eso decía que el patriarca bíblico, el pater familias latino, el sultán otomano, el capo siciliano, el señorito cordobés, carecían de prestigio y hasta de atribuciones en los inescrutables espacios domésticos. No digamos ya en los matriarcados mediterráneos ni en la prolongación de Nueva Jersey que representa el caso de Tony Soprano.
Típico meme que circula por Facebook

El padre es la víctima experimental de la pinza que le proporcionan las alianzas materno-filiales a costa de la aureola de hojalata que concede la tradición a la figura testimonial de Don José. Sus atributos, los del santo, valen tanto como los de la mula y el buey, criaturas ambas, recordémoslo, incapacitadas para procrear.

“Que papá no se entere” podría convertirse en el aforismo fundacional o recurrente de nuestros hogares. Es el contrapeso de las culturas metaviriles y la razón por la que los padres del Mediterráneo, de Algeciras a Estambul, como canta Serrat, hombres solos en compañía de hombres solos, se entretienen en el ágora, en el foro, en los cafés y en las tabernas portuarias, esperando que los niños se vayan a la cama, retrasando el momento de quitarse el disfraz de superhéroe en el umbral del hogar, o cruzándolo de puntillas. Una vez dentro de la extraña fortaleza, el padre, como le sucede a San José en la claustrofobia del establo, se desempeña con extraordinaria torpeza, expía el absentismo con las miradas recriminatorias, ignora los códigos familiares, se desplaza sin brújula, escapa a comprar cigarrillos cuando puede -incluso cuando no fuma-, castiga a destiempo a la prole y la premia sin razón, incluso se expone a la emboscada parricida con que el mito de Edipo se arraiga en nuestra cultura.

Mark Twain nos muestra el camino: cuidado con los pasajeros indeseados

El primer libro me lo regaló mi padre. Se trataba de una edición de Bruguera de Huckleberry Finn de Mark Twain, una edición abreviada para niños. La mitad de las páginas eran de texto y la otra mitad comic. Tenía seis años y ese fue el primer libro con texto, no infantil. Recuerdo leerlo con indignación cuando Mark Twain narra el viaje de Huckleberry y el esclavo Jim camino de los estados del Norte en donde no existía la esclavitud. Su viaje se ve retrasado porque acogen a dos tahures en su balsa. Los tahures se dan cuenta que es extraño un esclavo negro y un muchacho navegando por el Mississipi. Enseguida empiezan a sacar partido de esa situación. Huckleberry y Jim no se dan cuenta al principio porque de alguna manera empatizan con los dos polizones, sin embargo estos dos sujetos los están retrasando en su viaje e incluso los están poniendo en peligro.

Pasajeros indeseados. No han sido personas hostiles las que más me han apartado de lo que deseaba hacer, han sido esos pasajeros indeseados que sin ser molestos, siendo incluso "amigos", conseguían que acabase haciendo cosas que en principio ni me apetecía ni tan siquiera me había imaginado hacer.