Alejandro
Finisterre tuvo varios nombres, siete vidas, mil amores, una sonrisa
triste y una biografía tal que si alguien quisiera escribirla le
tacharían de fantasioso. Tuvo, también, la felicidad en su mente y en
sus manos cuando un día se le ocurrió crear la magia de traer el fútbol a
un salón para aquellos niños a quienes la guerra les impedía correr.
Tuvo versos, aviones, exilios y saudades. Tuvo cenizas de cigarros
consumidos a ambos lados del Atlántico, ideales inquebrantables y
palabras con las que juguetear cuando se le ponía triste el alma. Tuvo
todo eso, claro, y a su Galicia atlántica y feroz en el mirar, a su mar
salado de erizos esquivos, a sus bosques de beleño, de cagigas, de
piedras mágicas. Era, fue, una leyenda. La leyenda de un hombre al que,
entre otras cosas, se le ocurrió inventar el futbolín.
O no. Porque igual para quien fue poeta, editor, profesor…,
anarquista, académico de la Real Academia Gallega, libre, siempre con
una historia en la boca…, .igual para él, digo, inventar algo era una
grosería. Un hurto al Destino, al mundo, al mismo éter que viaja lleno
de ideas. Que inventen ellos, quizá, pero nosotros lo mejoraremos. Y así
lo hizo con el futbolín. Lo perfeccionó para que dejara de ser
solamente un juego de reflejos, de fuerza, casi de suerte. Para que se
convirtiera en un pequeño arte de la técnica y del engaño, en el
espejismo del no ser aunque sea. Exactamente igual que el mismo
Alejandro.
Lo de sus nombres tiene una explicación más sencilla. Nació como
Alejandro Campos Ramírez en 1919, en el fin del mundo gallego, y más
tarde hizo que lo llamaran Alejandro Finisterre, o Alexandre de
Fisterra, en aquel idioma que tanto amó y al que tanta música acabó
regalando. Y es que si el hombre es libre, y Alejandro siempre pensó que
el hombre era libre, ¿por qué no iba a poder llamarse como deseara? Fue
su primera transgresión. No sería la última.
Escaseaba el dinero en casa de los Campos, zapateros de La Coruña,
así que toda la familia decide viajar a Madrid en busca de fortuna. Pero
la suerte es esquiva, y en aquella selva de grises, tan diferentes del
azul y el verde de sus primeros pasos, Alejandro empieza a ver las
mezquindades de los hombres, las injusticias de la Historia. Tienen tan
pocas monedas que el chaval apenas puede pagarse el Bachillerato, y se
saca unas perras corrigiendo los trabajos de alumnos de cursos
inferiores. Suda como peón de albañil, y también en una imprenta que lo
marcará profundamente, con su olor, con el sonido atronador pero dulce
de los tipos móviles. Ya nunca más querrá salir de entre las letras
Alejandro, ya nunca. Y es allí, en Madrid, donde conoce al gran amigo de
su vida. León Felipe Camino, poeta zamorano, la voz en el exilio antes
de ser exiliada. Será Alejandro quien organice al joven León su primer
recital poético, en 1936. Serán inseparables en España. Se volverán a
encontrar en América, décadas después. Y, entre medias, el horror.
Porque eran tiempos duros, claro, esos de los años 30. De violencia
soterrada que se convirtió en violencia grotesca, obscena. De
intranquilidad, toques de queda, llamadas a las puertas en mitad de las
noches. De recuerdos y olvidos. Y, al fin, de guerra, de guerra cruenta,
de heridas que se abren para no cerrar jamás. Alejandro, ya Finisterre,
tiene solo 17 años cuando en noviembre de 1936 un bombardeo de los
fascistas le deja sepultado entre las ruinas de un edificio. El cuerpo
destrozado como el de una marioneta sin cuerdas. Aun tendrá suerte, a su
alrededor surgen muertos con ojos que cenicientan cubiertos por el
polvo. Lo trasladan a Valencia, viaje de drama en aquellas carreteras
que no eran carreteras, en aquella tierra a la que se le había olvidado
el respirar. Sus heridas son graves, ha perdido mucha sangre, allí no lo
pueden atender. De Valencia lo mandan a Puig, cerca de Montserrat, una
colonia de asistencia y recuperación en la que se seguía un régimen de
vida prácticamente libertario. Y es aquí donde empieza la leyenda, la
que acompañará siempre a Alexandre de Fisterra hasta su muerte. Una de
ellas, se entiende.
Qué guapa es Núria, y con qué gracia toca el piano. Sus dedos
deslizándose por entre las teclas, su boca entreabierta, sus dientes de
nácar que juguetean a asomarse de vez en cuando. Qué guapa es Núria, y
cuánto le gusta al joven Alexandre. ¿Será esto el amor? Si no lo es, se
parece mucho a eso de lo que hablan los poetas. Pero cómo podría
conseguir él, un muchacho flaco y desgarbado, con cerrado acento
gallego, que la guapa pianista se fijase en sus ojos. Porque cuando las
miradas se cruzaran estaba seguro de que todo iría bien. Lo sabía.
¿Cómo? Y Alejandro pone a discurrir sus meninges. ¿Qué es lo que más le
gusta a Núria? Tocar el piano. Pero él no puede comprarle un piano.
¿Entonces? Ya sé, a veces ha sorprendido a la ninfa gruñendo en silencio
(porque las hadas, aunque gruñan, lo hacen siempre con encanto) por
tener que dejar de arrancarle estrofas al instrumento para pasar las
páginas de la partitura. Quizá… quizás… Dicho y hecho, Alejandro inventa
el primer pasahojas de partituras que se mueve con los pies. La
encantadora Núria se lo agradece con retazos de besos furtivos. Él es
feliz. Patentará el invento a principios de 1937, junto con otra de sus
creaciones. Nada menos que el futbolín…
Alexandre ha quedado cojo, la guerra se le ha llevado el andar de
verbena (fue bailarín de claqué en tiempos) y ha dejado un ritmo
melancólico. No es el único. En el hospital hay un montón de chavales
lisiados que apenas pueden levantarse de sus camas. Allí todos ayudan,
todos tienen que echar una mano. A Alexandre le dicen que se encargue de
los más pequeños, ya que él es el mayor de los infantes, el menor de
los adultos. Y lo hace, les organiza siguiendo doctrinas educativas del
anarquista Ferrer i Guardia. Pero los chavales tienen tristeza en el
alma. Ellos quieren jugar, quieren jugar al fútbol, el esperanto está
muy bien, pero lo que de verdad desean es pegarle patadas al balón.
Algunos se lo dicen y justo después bajan la mirada, avergonzados.
Patadas con qué. Niños de la guerra, cuerpos truncados. Así que
Finisterre, su hermano mayor, decide que todos podrán jugar al fútbol. Y
vuelve a pensar.
En realidad la idea del futbolín estaba en el aire desde finales del
siglo XIX, cuando diversos inventores habían patentado juegos similares
en Gran Bretaña o Alemania. Pero lo que hace Finisterre es genuinamente
ibérico: le proporciona un toque de picaresca. Hasta entonces los
jugadores eran de plomo y macizos, con las piernas juntas, apenas conos
pintados. Y Finisterre le da una vuelta. Sus futbolistas serán de madera
de boj, la pelota tendrá el suave tacto del corcho, y, además, las
figuras separarán sus piernas. Lo que era un juego que consistía en
tirar fuerte y tener reflejos torna a competición de astucia y engaño.
La idea surge de forma natural en el lapicero de Alexandre. Se la pasa
al ejecutor de sus inventos, un carpintero vasco llamado Francisco
Javier Altuna. Los chavales ya tienen su fútbol de salón. Fisterra
vuelve a sonreír.
Patentará el invento, como dijimos, en 1937, pero esos papeles no
duran demasiado. El triunfo franquista lo empuja a Francia, en un viaje a
pie por mitad de los Pirineos bajo una tormenta que se disfrazaba a
ratos de alegoría. Su petate era ligero, una lata de sardinas, dos obras
de teatro y las patentes de sus inventos. El agua, la lluvia, hizo que a
suelo francés solo llegaran las sardinas. Había perdido su trabajo de
años. Casi una década después, en París, ve su invento, su futbolín, en
el escaparate de una juguetería. Se pone en contacto con el fabricante,
más tarde con la Asociación Internacional de Refugiados, y logra una
compensación escasa, magra. Suficiente, no obstante, para dar el salto a
América. Europa le aburría, iba a viajar al Nuevo Continente. A
reunirse con su amigo León Felipe. A seguir siendo una de las voces más
críticas, más lúcidas, del exilio gallego. A declamar versos en aquel
idioma de atlánticos y helechos más allá de todas las olas, de todas
aquellas que se terminan en su Finisterre querida.
Y allí empieza otra vida de las muchas de este gallego universal.
Porque en Ecuador, en Guatemala, en México, fue mil cosas. Fue editor,
antólogo, poeta, publicista. Fue escritor, amigo y amante. Fue académico
de la Lengua Galega, fue secuestrado por agentes franquistas en
Guatemala que querían traerlo de vuelta a España para juzgarlo, por
rojo, por anarquista, por poeta. Fue alguien que, en aquel avión que lo
llevaba a una patria que ya no sentía como suya, se refugió en el
servicio, moldeó la pastilla de jabón, y salió de allí diciendo que
tenía una bomba, que la haría detonar si el aparato no se desviaba y lo
dejaba en algún lugar seguro. Nada menos. Y aterrizó en Panamá, claro,
porque si algo fue Alexandre Fisterra durante toda su vida es un hombre
de recursos. Tantas cosas fue. Tantas.
Eso, y el inventor del futbolín. Casi nada.