Cuando era pequeño,
digamos cinco, seis, siete, ocho años, algunas tardes mi padre me
llevaba consigo a visitar a mi abuelo. Mi padre iba a visitar a su
padre prácticamente todos los días. A mi en principio no me
apetecía visitar a mi abuelo porque aquellas visitas eran siempre lo
mismo. Íbamos en coche, aparcábamos, mi padre tenía la llave de la
casa, atravesábamos la planta baja que en su tiempo había sido
tienda y taller de zapatería. Subíamos las escaleras de madera que
crujía y que estaban cubiertas de sintasol, un plástico duro y
resbaladizo. Las escaleras eran angostas, había algunas fotografías
de plástico acolchado de lugares turísticos, una especie de
castillo que podría haber sido Ponferrada o sabe Dios donde.
Salíamos de las escaleras y a la izquierda, el pasillo, desembocaba
en la cocina, a la izquierda y al comedor, a la derecha. El tabique
que dividía ambas estancias tenía colgada una pequeña peana de
madera y encima estaba una madera tallada con un viejo, alto, encorvado, con una chaqueta gruesa y un volumen grande. En la base de
la figura estaba inscrito: O vello dos contos.
Mi abuelo estaba
siempre en el comedor, sentado enfrente a la puerta, a su derecha el
televisor siempre encendido. Nos recibía con una sonrisa y yo iba a
darle un beso con cierta repugnancia porque su barba rascaba y sus
lábios a veces tenían un poco de baba en la comisura. Mi abuelo se
daba cuenta de eso y siempre hacía una broma sobre cómo rascaban su
piel y sus besos. De alguna manera me sabía bendecido y yo lo hacía
porque para mi padre era importante.
Las tardes eran
siempre lo mismo. Mi abuelo contaba siempre las mismas cosas, o hacía
un análisis de las noticias de política que veía en la tele. Yo me
aburría y jugaba con los bastones, tenía dos, y yo jugaba a
mantenerme en equilibrio sobre los dos. La decoración de la casa de
mi abuelo era muy escasa, parca y sin atractivo. Lo único que me
gustaba de esa casa era su pato disecado, regalo del marido de mi tía
Carmiña, un pato extremeño con las plumas suaves del cuello, de un
verde iriscente, o vello dos contos y el armario en donde mi abuelo
guardaba los platos y los vasos de las fiestas. Ah, también me
gustaba el balcón de hierro de la casa que tenía en las esquinas
unos pomos de vidrio verde. El balcón estaba pintado de plata.
Durante aquellas
tardes escuchábamos a mi abuelo, a veces mi padre le contaba de su
trabajo, pero mi abuelo era el que más hablaba. Había algunas
historias en las que él le daba un énfasis especial. Una era de
cuando le tendieron una trampa a Unamuno. Unamuno, crítico con la
Casa Real, cuando ya era mayor y más sensible al afecto, durante su
paseo diario, de obligado cumplimento, una rutina matemática, le
llevada por delante del apeadero del tren. Hicieron coincidir la
parada del tren, en el que viajaba el rey y el paseo de Unamuno. El
rey bajó y a Unamuno no le quedó de otra que saludarlo. El rey,
cordial, hizo todo lo posible porque el anciano se encontrase a
gusto. De esa manera, el antiguo crítico y azote de la monarquía se
volvió en un súbdito más, mimado, pero súbdito.
Otra anécdota era
sobre un grupo de monos del Brasil, mi abuelo había sido un exilado
en Brasil a donde se había ido para no ir al servicio militar, esos
monos huían de un fuego, entonces se encontraron con un río. Para
cruzarlo, hicieron una cadena y comenzaron a balancearse, el primero
saltó, saltó el segundo, el tercero casi no llega a la otra orilla,
pero el cuarto y el quinto se quedaron en la orilla que estaba siendo
cercada por las llamas. Perecieron porque no sabían nadar, y
perecieron porque de alguna manera se sacrificaron por el grupo, o
porque no supieron que el orden de colocación importaba.
Hoy esas tardes
vuelven a mi con fuerza. Creo que O Vello dos Contos era, todavía no
estoy seguro, lo tengo que investigar, un personaje de la radio de
los años veinte o treinta que hablaba en gallego en una sección de
otro programa. Mi abuelo sentado en su mesa, a su derecha la
televisión, a su izquierda un aparato de radio de madera que no
funcionaba pero que tenía una serie de teclas con nombres de
ciudades exóticas. Cuando se vendió la casa, a la muerte de mi
abuelo, mi padre regresó una tarde y me trajo esa figura de madera
porque sabía que me gustaba y que tenía un significado para mi.
Cuando yo tenía, seis, siete o ocho años y jugaba con los bastones
de mi abuelo yo sabía lo que mucha gente no sabe y es que sabía
como iba a ser de mayor. La vejez no me sorprendería porque de mayor
sería un vello dos contos, encorbado pero protegiendo con mi gruesa
chaqueta el papel de un grueso volumen de cuentos. Cuentos que hablen
de la importancia del ejemplo y la consecuencia, de los monos que en
su altruísmo recrean al cadáver social que muere para que otros
vivan.
Hubo un tiempo en
que pensé que la palabra “hijodeputa” era un insulto porque
ofendía al aludido dudando de la honradez de su madre. Hoy entiendo
que no es un insulto porque no ofende el honor de la madre sino que
describe a aquel que no sabe quien es su padre. Un padre es aquel que
te enseña quien es tu abuelo y que permite que reconozcas cual es tu
espacio familiar y porqué morimos para que nosotros vivamos y cual
es nuestro papel en este mundo que no es otro que coleccionar
aquellas historias que nosotros creamos más importante y repetirlas
una y otra vez a aquellos que bendecimos con nuestros besos y
trabajar para que vivan cuando nosotros muramos.
Mi padre que cuando
yo tenía seis, siete u ocho años él tenía, cuarenta y seis,
cuarenta y siete o cuarenta y ocho. Mi padre cuando volví de Estados
Unidos y yo tenía cuarenta, o cuarenta y uno o cuarenta y dos y él
tenía ochenta, ochenta y uno u ochenta y dos bajábamos a Porriño,
nos sentábamos en la Praza do Concello y nos tomábamos una cerveza
mientras mis hijos, Flavia y Antón jugaban. Siempre que bajábamos
les compraba un tebeo o cromos en el kiosco. Cuando mi padre ya no
estaba la primera vez que fui al kiosco, la kiosquera, me se su
nombre, no me quiso cobrar por cariño a mi padre al que entre las
varias cosas buenas que dijo de él, me sorprendió el adjetivo de
“tolerante”. Desde que mi padre no está visto de negro.
Entrada adicada a Manuel Vicente, conductor do Programa Efervesciencia da Radio Galega por reservarme unha sección no seu programa que me permite falar de ciencia en galego.
Entrada adicada a Manuel Vicente, conductor do Programa Efervesciencia da Radio Galega por reservarme unha sección no seu programa que me permite falar de ciencia en galego.
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