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martes, 24 de abril de 2018

O Vello dos Contos

Cuando era pequeño, digamos cinco, seis, siete, ocho años, algunas tardes mi padre me llevaba consigo a visitar a mi abuelo. Mi padre iba a visitar a su padre prácticamente todos los días. A mi en principio no me apetecía visitar a mi abuelo porque aquellas visitas eran siempre lo mismo. Íbamos en coche, aparcábamos, mi padre tenía la llave de la casa, atravesábamos la planta baja que en su tiempo había sido tienda y taller de zapatería. Subíamos las escaleras de madera que crujía y que estaban cubiertas de sintasol, un plástico duro y resbaladizo. Las escaleras eran angostas, había algunas fotografías de plástico acolchado de lugares turísticos, una especie de castillo que podría haber sido Ponferrada o sabe Dios donde. Salíamos de las escaleras y a la izquierda, el pasillo, desembocaba en la cocina, a la izquierda y al comedor, a la derecha. El tabique que dividía ambas estancias tenía colgada una pequeña peana de madera y encima estaba una madera tallada con un viejo, alto, encorvado, con una chaqueta gruesa y un volumen grande. En la base de la figura estaba inscrito: O vello dos contos.

Mi abuelo estaba siempre en el comedor, sentado enfrente a la puerta, a su derecha el televisor siempre encendido. Nos recibía con una sonrisa y yo iba a darle un beso con cierta repugnancia porque su barba rascaba y sus lábios a veces tenían un poco de baba en la comisura. Mi abuelo se daba cuenta de eso y siempre hacía una broma sobre cómo rascaban su piel y sus besos. De alguna manera me sabía bendecido y yo lo hacía porque para mi padre era importante.

Las tardes eran siempre lo mismo. Mi abuelo contaba siempre las mismas cosas, o hacía un análisis de las noticias de política que veía en la tele. Yo me aburría y jugaba con los bastones, tenía dos, y yo jugaba a mantenerme en equilibrio sobre los dos. La decoración de la casa de mi abuelo era muy escasa, parca y sin atractivo. Lo único que me gustaba de esa casa era su pato disecado, regalo del marido de mi tía Carmiña, un pato extremeño con las plumas suaves del cuello, de un verde iriscente, o vello dos contos y el armario en donde mi abuelo guardaba los platos y los vasos de las fiestas. Ah, también me gustaba el balcón de hierro de la casa que tenía en las esquinas unos pomos de vidrio verde. El balcón estaba pintado de plata.

Durante aquellas tardes escuchábamos a mi abuelo, a veces mi padre le contaba de su trabajo, pero mi abuelo era el que más hablaba. Había algunas historias en las que él le daba un énfasis especial. Una era de cuando le tendieron una trampa a Unamuno. Unamuno, crítico con la Casa Real, cuando ya era mayor y más sensible al afecto, durante su paseo diario, de obligado cumplimento, una rutina matemática, le llevada por delante del apeadero del tren. Hicieron coincidir la parada del tren, en el que viajaba el rey y el paseo de Unamuno. El rey bajó y a Unamuno no le quedó de otra que saludarlo. El rey, cordial, hizo todo lo posible porque el anciano se encontrase a gusto. De esa manera, el antiguo crítico y azote de la monarquía se volvió en un súbdito más, mimado, pero súbdito.

Otra anécdota era sobre un grupo de monos del Brasil, mi abuelo había sido un exilado en Brasil a donde se había ido para no ir al servicio militar, esos monos huían de un fuego, entonces se encontraron con un río. Para cruzarlo, hicieron una cadena y comenzaron a balancearse, el primero saltó, saltó el segundo, el tercero casi no llega a la otra orilla, pero el cuarto y el quinto se quedaron en la orilla que estaba siendo cercada por las llamas. Perecieron porque no sabían nadar, y perecieron porque de alguna manera se sacrificaron por el grupo, o porque no supieron que el orden de colocación importaba.

Hoy esas tardes vuelven a mi con fuerza. Creo que O Vello dos Contos era, todavía no estoy seguro, lo tengo que investigar, un personaje de la radio de los años veinte o treinta que hablaba en gallego en una sección de otro programa. Mi abuelo sentado en su mesa, a su derecha la televisión, a su izquierda un aparato de radio de madera que no funcionaba pero que tenía una serie de teclas con nombres de ciudades exóticas. Cuando se vendió la casa, a la muerte de mi abuelo, mi padre regresó una tarde y me trajo esa figura de madera porque sabía que me gustaba y que tenía un significado para mi. Cuando yo tenía, seis, siete o ocho años y jugaba con los bastones de mi abuelo yo sabía lo que mucha gente no sabe y es que sabía como iba a ser de mayor. La vejez no me sorprendería porque de mayor sería un vello dos contos, encorbado pero protegiendo con mi gruesa chaqueta el papel de un grueso volumen de cuentos. Cuentos que hablen de la importancia del ejemplo y la consecuencia, de los monos que en su altruísmo recrean al cadáver social que muere para que otros vivan.

Hubo un tiempo en que pensé que la palabra “hijodeputa” era un insulto porque ofendía al aludido dudando de la honradez de su madre. Hoy entiendo que no es un insulto porque no ofende el honor de la madre sino que describe a aquel que no sabe quien es su padre. Un padre es aquel que te enseña quien es tu abuelo y que permite que reconozcas cual es tu espacio familiar y porqué morimos para que nosotros vivamos y cual es nuestro papel en este mundo que no es otro que coleccionar aquellas historias que nosotros creamos más importante y repetirlas una y otra vez a aquellos que bendecimos con nuestros besos y trabajar para que vivan cuando nosotros muramos.

Mi padre que cuando yo tenía seis, siete u ocho años él tenía, cuarenta y seis, cuarenta y siete o cuarenta y ocho. Mi padre cuando volví de Estados Unidos y yo tenía cuarenta, o cuarenta y uno o cuarenta y dos y él tenía ochenta, ochenta y uno u ochenta y dos bajábamos a Porriño, nos sentábamos en la Praza do Concello y nos tomábamos una cerveza mientras mis hijos, Flavia y Antón jugaban. Siempre que bajábamos les compraba un tebeo o cromos en el kiosco. Cuando mi padre ya no estaba la primera vez que fui al kiosco, la kiosquera, me se su nombre, no me quiso cobrar por cariño a mi padre al que entre las varias cosas buenas que dijo de él, me sorprendió el adjetivo de “tolerante”. Desde que mi padre no está visto de negro.

Entrada adicada a Manuel Vicente, conductor do Programa Efervesciencia da Radio Galega por reservarme unha sección no seu programa que me permite falar de ciencia en galego.

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