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sábado, 22 de noviembre de 2014

Las sociedades totalitarias no favorecen el desarrollo de la ciencia

La ciencia sólo se puede dar en sociedades democráticas y liberales (ojo, hablo del viejo liberalismo) en donde el estado no dicte consignas e imponga mecanismos de control regidos por burócratas. Cuando la ciencia se da en sociedades totalitarias y burocratizadas se pueden dar situaciones como las que se relatan en esta artículo publicado por Javier Yanes en El País. Fijaos como "La ciencia siempre paga", este bioquímico en los ochenta no tenía reactivos así que aprovechó para pensar y consiguió un trabajo crucial para el avance de la ciencia en el campo del plegamiento de las proteínas


Gunter Fischer, a la entrada al Instituto de Bioquímica de la Universidad de Halle, en 1989.
Que un científico domine el inglés es hoy de obligado cumplimiento. Y que un alemán hable este idioma parece lo más natural. Pero cuando se trata de un científico de la RDA que ha vivido la mayor parte de su vida al otro lado del Telón de Acero, se adivina que él, como otros colegas suyos de la Europa del este, tuvo que añadir un reto extra al esfuerzo investigador: el de aprender una lengua que, en su tiempo y en su país, era el idioma del enemigo, pero también el de la ciencia mundial.
Es quizá por eso que el bioquímico Günter Fischer (Altenburgo, Turingia, 1943) rebusca tranquilo sus palabras desde el otro lado de la línea telefónica en su despacho de la Unidad de Enzimología de Plegamiento de Proteínas del Max Planck, que ha dirigido hasta su jubilación en 2011. Ahora su retiro, más teórico que real, le permite un cierto sosiego. “Sigo trabajando; por suerte, en el Max Planck te dejan hacerlo más allá de los 65 años, pero más relajado”, confiesa el investigador, que en la década de 1980 descubrió las primeras enzimas implicadas en el plegamiento de las proteínas.
La reunificación alemana fue muy exitosa para la ciencia”, reflexiona el bioquímico
Nacido en plena guerra mundial, antes de la caída del nazismo, a Fischer le tocó vivir de totalitarismo en totalitarismo, de la esvástica al compás, el martillo y el anillo de espigas. “Después de la guerra, los primeros 15 años fueron muy duros, con restricciones en la distribución de alimentos”, recuerda. El joven Fischer se trasladó a Halle, a unos 90 kilómetros de Altenburgo, para estudiar química en la Universidad Martín Lutero de Halle-Wittenberg, una de las más veteranas de Alemania. Esta ciudad de Sajonia-Anhalt acoge además una institución que presume de ser la sociedad científica más antigua del mundo: la Leopoldina, hoy Academia Nacional de Ciencias de Alemania.

Una isla de tolerancia

La Leopoldina sería crucial en la carrera científica de Fischer desde que era un joven universitario, en la década de 1960. En una ocasión, cinco premios Nobel visitaron la academia y solicitaron un almuerzo con un grupo de jóvenes estudiantes. Fischer logró ser uno de ellos. “Comimos en un restaurante de Halle, cinco premios Nobel y unos diez estudiantes, y aquello fue genial; fue determinante para mi vida científica”, relata.
Pero la Leopoldina era una extraña isla de tolerancia que gozaba de un privilegio especial. Esta academia, de la que el régimen de Adolf Hitler había expulsado a los científicos judíos incluido un tal Albert Einstein, quedó en Alemania Oriental después de la guerra, pero se mantuvo como una institución libre y resistió a las presiones de nacionalización del gobierno. “Era la última organización común del este y el oeste”, resume Fischer. “El presidente estaba en Halle, el vicepresidente en Gotinga (Alemania Occidental) y sus miembros eran de todo el mundo, así que tenían el privilegio único de invitar a científicos occidentales a dar conferencias, lo que me dio la oportunidad de conocerlos y hablar con ellos”.
Un 30% de los científicos contratados eran informadores de la Stasi, según Fischer
La situación era muy diferente en la Universidad donde Fischer trataba de conseguir un doctorado, y donde encontró un obstáculo en el camino que no tenía nada que ver con sus aptitudes como científico. “Era muy difícil hacer un doctorado si no eras miembro del Partido Comunista. Trataron de alistarme, pero me negué”. Por suerte, el joven contó con la ayuda de un catedrático de bioquímica que le abrió las puertas. En 1971, ya con su doctorado y un puesto de ayudante en el Instituto de Bioquímica de la Universidad, Fischer trataba de investigar, pero la presión política no era el único impedimento. “En los setenta la situación no era tan mala, pero en los ochenta empeoró por la falta de fondos. No podíamos conseguir materiales de los países occidentales ni podíamos reparar los equipos”. Con esta carencia de recursos, lo que un bioquímico podía hacer no era mucho, salvo una cosa: “Pensar”. “Nadie me preguntaba a qué me dedicaba, así que tenía tiempo para pensar”.
Los pensamientos de Fischer se dirigieron hacia el campo del plegamiento de las proteínas, en el que por entonces reinaba el llamado Dogma de Anfinsen, establecido por el bioquímico estadounidense y ganador del premio Nobel Christian B. Anfinsen. El dogma establecía que el plegamiento de una proteína en su conformación espacial era algo exclusivamente determinado por la secuencia de aminoácidos, y que por lo tanto era un proceso espontáneo que no requería de ninguna ayuda externa. Fischer lo puso en duda. “Ideé experimentos muy simples con lo poco que tenía y los resultados sugerían que podía haber una biocatálisis”. Es decir, un factor celular que facilitaba y aceleraba el proceso de plegamiento: una enzima plegadora, o foldasa (del inglés fold, plegar). “Nadie lo había ensayado y en 1984 yo lo encontré”, apunta el investigador.

Colaboración clandestina

Con su flamante descubrimiento, Fischer trató de hacer lo que todos los científicos, publicarlo en una revista internacional de primera fila. Pero aquello era la República Democrática Alemana. “Estaba prohibido publicar resultados en revistas internacionales como Nature o European Journal of Biochemistry, y aún peor si eran revistas de Alemania Occidental”, recuerda. Por entonces, todo científico que pretendiera publicar debía solicitar aprobación a la Oficina de Relaciones Internacionales, propia de la Universidad y dependiente de la Stasi, el servicio de inteligencia. “Ellos podían concederte el permiso o no, pero no estaban obligados a darte ninguna razón de ello”. Esta oficina se encargaba además de filtrar la correspondencia. “Si escribías a un científico de Alemania Occidental, debías darle la carta a ellos, que la enviaban o no, pero nunca te informaban. Si no recibías respuesta, era posible que la hubiera y que no te la hicieran llegar, o bien que nunca hubieran enviado tu carta”. La presión política era intensa y además había profesores que actuaban como informadores o “espías internos”. Y era sabido que Fischer no simpatizaba con el régimen.
En los setenta la situación no era tan mala, pero en los ochenta empeoró por la falta de fondos. No podíamos conseguir materiales ni reparar los equipos”, lamenta
Naturalmente, rechazaron su petición para publicar en el extranjero, por lo que el científico debió conformarse con divulgar sus importantes resultados en una revista de Alemania Oriental y en el idioma de su país. “Nadie lo leyó, excepto gente de la Leopoldina”. Por suerte, entre ellos se contaba un investigador muy influyente en el campo del plegamiento de proteínas, Rainer Jaenicke, de Ratisbona (Alemania Occidental). Jaenicke le puso en contacto con un colaborador suyo, Franz Schmid, de Bayreuth, y aquel encuentro fue providencial. En 1985, Fischer logró invitar a Schmid a su universidad y así arrancó una colaboración clandestina que culminaría con el envío de un estudio a Nature, algo que Schmid pudo hacer desde Bayreuth. “No pedí permiso; asumí un gran riesgo personal”, valora Fischer. Pero mereció la pena: en 1987, la revista británica publicaba el trabajo de los investigadores.
Respecto a los motivos por los que la Oficina de Relaciones Internacionales de la Universidad de Halle no advirtió la publicación, Fischer no puede sino especular: “Probablemente en esa época tenían otros problemas, y de todos modos era impensable que alguien pudiera ser tan tozudo y asumir ese riesgo”. Tal vez, apunta el bioquímico, ayudó a que su estudio pasara inadvertido el hecho de que en la fecha de publicación él se encontraba destinado en Berlín, en un proyecto de la industria farmacéutica. En cuanto a su supervisor en Halle, el que le había abierto las puertas a la investigación, Fischer ríe al recordar su respuesta cuando le informó de su intención de publicar en Nature: “Me dijo: 'Bien, tú me dices lo que vas a hacer, pero yo no he oído nada”.

“¡El muro ha caído!”

Fischer y Schmid repitieron publicación en Nature dos años después, en 1989, y en esta ocasión el riesgo fue aún mayor debido a un detalle sin ninguna importancia científica, pero sí de mucho calado político en la Alemania Oriental de entonces: “La Unión Soviética trataba de hacer de Berlín una unidad política separada; decían que Berlín Occidental no pertenecía a la República Federal de Alemania. Así que nosotros enviamos la información sobre los autores a Nature detallando que una colaboradora, Brigitte Wiettmann-Liebold, trabajaba en Berlín Occidental. Pero en la redacción de Nature escribieron: Berlín, República Federal de Alemania”. Aquello podía ser interpretado por las autoridades germanoorientales como una provocación. “Era muy peligroso para mí porque era contrario a la visión política oficial”, expone Fischer.
Después de dar una conferencia, de repente alguien entró y gritó: ¡El muro ha caído!”, recuerda. No imaginó que llegara a suceder
Por fortuna, aquel mismo año ocurrió algo que el propio científico, reconoce, jamás imaginó que llegaría a suceder. Fischer lo narra así: “En octubre de 1989 conseguí un permiso para viajar con Schmid a Ulm, en Alemania Occidental, para dar una conferencia. Era el 9 de noviembre. Después del acto estábamos en un restaurante, cuando de repente alguien entró y gritó: ¡El muro ha caído!”.
“Nunca pensé en escapar de Alemania Oriental”, rememora Fischer. “Tenía a mis padres, a mi mujer y a mis hijos. Era imposible planear una huida”. Pero desde aquel 9 de noviembre, todo comenzó a cambiar. “La reunificación alemana fue muy exitosa para la ciencia”, reflexiona el bioquímico. “En el campo científico no sufrimos los problemas que el proceso trajo para la industria y la sociedad. Los científicos, también los del este, pudieron trabajar, comprar materiales, equipos... Excepto, claro, los espías de la Stasi, que fueron despedidos. Eran un 30% del total”. En 1992, Fischer se trasladó a la Sociedad Max Planck, el equivalente del CSIC en Alemania. Ahora, desde su retiro, recuerda con emoción los tiempos difíciles. “Llegué a aceptar que no podría hacer carrera. Me habían dicho directamente: puedes trabajar, trabajar y trabajar, pero si no eres miembro del partido, jamás te ascenderemos. Y pensé que siempre sería así”. Luchó durante décadas oponiendo la razón a la sinrazón, pero ni siquiera presume de sus méritos: “A veces la vida te sorprende con grandes oportunidades de cambio que no esperas. Fui muy afortunado”.

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