Los niños con el síndrome de
Hallervorden-Spatz desarrollan deterioro mental paulatino, acompañado de
convulsiones, distonía muscular, temblores, disfagia y un largo
etcétera de efectos secundarios. El curso de esta dolencia, de herencia
genética autosómica recesiva, es progresivo y tiene un desenlace fatal
en pocos años.
Esta enfermedad, considerada rara,
conocida también con el pomposo nombre de neurodegeneración asociada a
pantotenato quinasa 2, se caracteriza por el acúmulo de hierro en las
células nerviosas de ciertas regiones del sistema nervioso central,
tales como los ganglios basales, el globus pallidus y la parte reticular de la substantia nigra.
En dichas regiones se detectan acúmulos de hierro que colorean el
tejido cerebral con un característico tono café, los cuales se asocian a
la degeneración irreversible de esas áreas cerebrales.
Hasta aquí nada nuevo bajo el sol. Se
trata de una enfermedad poco habitual asociada a fenómenos de retraso
intelectual, como otros muchos síndromes pediátricos del sistema
nervioso que desgraciadamente aparecen a edad temprana. Sin duda, la
lógica nos induce a agradecer el descubrimiento de tal dolencia a los
dos científicos que le dan nombre, Julius Hallervorden y Hugo Spatz,
reconociendo su importante hallazgo tras casi un siglo de su
descubrimiento. Seguramente imaginamos a estos científicos como ejemplos
de virtud y dedicación para desentrañar los procesos subyacentes a esta
terrible enfermedad infantil. Pero veamos las sorpresas que nos depara
la historia.
Julius era un médico prusiano de familia
burguesa, hijo de psiquiatra, nacido en 1882 y que se había formado en
Landsberg, donde se interesó por la neuropatología y por la comprensión
de las bases biológicas de las enfermedades mentales. En 1921 dejaba el
hospital de Landsberg, donde trabajaba, para hacer una estancia en el
Departamento de Neurohistología del Instituto Alemán de la Investigación
para la Psiquiatría de Munich (el actual Max Planck Gesellschaft). Por
entonces, Julius ya había adquirido una buena experiencia en trabajar
con material cerebral post mortem. Allí conoció a Hugo Spatz, con el que estableció un fuerte vínculo personal y laboral.
Ambos médicos examinaron los cerebros de
dos hermanas enfermas traídos por Julius desde Landsberg. Las hermanas
mostraban un cuadro de neurodegeneración no descrito hasta la fecha, que
Hallervorden y Spatz caracterizaron, publicándolo en sendos artículos
de la literatura científica alemana en 1922 y 1924. En conmemoración de
este descubrimiento, esta enfermedad infantil todavía lleva el nombre de
sus dos descubridores. A partir de ese momento Julius y Hugo siempre
trabajaron juntos.
En 1937 Julius ocupó la Cátedra de
Neuropatología del Instituto de Investigación Cerebral Kaiser-Wilhelm en
Berlín, donde además asumió la dirección del Departamento de
Neuropatología. El codirector del centro era, cómo no, Hugo Spatz. La
dirección del instituto había estado copada por grandes neuropatólogos
del momento, como Oskar Vogt, al que sucedió Julius, o Max Bielschowsky,
eminente neurólogo alemán que popularizó la técnica de marcaje con
plata que lleva su nombre, y que mejoraba el método desarrollado por Santiago Ramón y Cajal. Bielschowsky fue forzado a dejar el centro en 1933. Su pecado fue su origen. Era judío.
En la mañana del 1 de septiembre de 1939
el ejército alemán invadía Polonia utilizando la estrategia de la
guerra relámpago, y cuatro semanas más tarde la parte occidental del
país vecino caía bajo dominación nazi. Julius era por entonces patólogo
en el Hospital del Estado de Brandenburgo. Un año antes el Gobierno
nacionalsocialista comenzaba el proyecto de «eutanasia» masiva,
estableciendo su centro neurálgico en el cercano sanatorio de
Brandenburgo-Görden, a las afueras de la ciudad. Este proyecto se
mantuvo en secreto utilizando el nombre en clave de Aktion-T4, por
fraguarse en el número 4 de la calle Tiergarten de Berlín. Adolf Hitler
autorizó verbalmente el programa en octubre de 1939, pero quiso
fecharlo oficialmente el 1 de septiembre para que coincidiera con el día
de la invasión de Polonia. Para poner en marcha el programa de
eutanasia masiva se seleccionaron seis centros en el país, entre los que
se encontraba el sanatorio de Brandenburgo-Görden. Curiosamente en
dicha institución se pasó de examinar cuatro muestras post mortem en 1938 a 1260 entre los años 1939 y 1945. Heinrich Bunke,
el médico a cargo de los centros de exterminio de Brandenburgo y
Bernburgo, fue asistente visitante en el cercano laboratorio de
Hallervorden.
Durante ese periodo, el doctor
Hallervorden investigó alrededor de setecientos cerebros, la mayoría
víctimas del programa Aktion-T4. Julius explicó al final de la guerra
cómo consiguió los cerebros. «Me enteré de lo que iban a hacer, así que
me dirigí a ellos y les dije: oíd, si vais a matar a toda esa gente, al
menos extraed los cerebros para que el material pueda ser utilizado.
Había material maravilloso entre aquellos cerebros, hermosos defectos
mentales, malformaciones y enfermedades infantiles precoces. Me
preguntaron que cuántos podía examinar, y les contesté que una cantidad
ilimitada, cuántos más mejor».
Cada enfermo fue identificado por un
enfermero, matrona o médico, los cuales fueron obligados a completar un
formulario identificando a cualquier niño o adolescente con
malformaciones que estuviera bajo su tutela. Por cada informe se pagaban
dos marcos.
La decisión de matar a un niño era
tomada por un panel de tres examinadores eminentes: el director de la
Clínica Pediátrica de la Universidad de Leipzig Werner Catel y los pediatras Hans Heinze y Ernst Wenzler,
el cual había inventado una incubadora para bebés prematuros. Estos
médicos decidían, sin ni siquiera visitar a los niños, cuál debía morir,
con una cruz roja en el formulario, cuál debería vivir, con un signo
negativo, y en contados casos, con un signo de interrogación, cuándo se
necesitaban más consideraciones. Los médicos y enfermeros de las
instituciones de eutanasia eran pagados con bonos mensuales y,
extraordinariamente, durante las Navidades. En la clínica de Kalmenhof,
el personal médico era recompensado con botellas de vino cada vez que se
cumplía la macabra cifra de cincuenta asesinatos.
Pero la calidad de las notas clínicas
que acompañaban a los cerebros a veces dejaba mucho que desear, por lo
que Julius se esmeró en seleccionar personalmente los casos médicos más
interesantes. Además decidió acompañar en la autopsia y extraer
personalmente los cerebros, de tal forma que se preservara la calidad
del tejido. Solo en un día, el 28 de octubre de 1940, Julius seleccionó
cuidadosamente a más de sesenta niños y adolescentes en el Hospital de
Brandenburgo, los cuales fueron asesinados bajo su supervisión para
investigaciones científicas. En un informe de marzo de 1944 dirigido al
profesor Paul Nitsche, asesor en jefe del programa
Aktion-T4 reconocía: «he recibido 697 cerebros en total, incluyendo
aquellos que he tomado yo mismo en Brandenburgo». Tras el estudio de
estos cerebros, Hallervorden publicó una docena de artículos científicos
después de la guerra, siete de ellos como único autor. Entre los
macabros resultados Julius describió el efecto de la exposición a
monóxido de carbono en el cerebro fetal, aunque también realizó
aportaciones significativas en campos como los tumores cerebrales, la
microcefalia o la parálisis cerebral, entre otros. Sin embargo, había
otras enfermedades que carecían de interés para Julius. Él mismo rechazó
los cerebros de pacientes esquizofrénicos o epilépticos «no por
indignación moral, sino porque no podría encontrar nada significativo en
ellos».
Parece ser que en la valiosa colección
de muestras de Julius también se encontraban 185 cerebros de polacos del
gueto de Varsovia y 17 de la región de Lublin. «Acepto los cerebros,
por supuesto. De dónde vienen y cómo llegan a mí en realidad no es mi
problema», sentenciaba. En una carta al Consejo de Investigación Alemán,
Hallervorden solicitó una cámara especial Zeiss «para tomar fotografías
pre mortem y post mortem de individuos con idiotez o con enfermedades degenerativas del cerebro».
Al terminar la guerra, Julius fue
arrestado por la policía militar estadounidense, pero fue liberado poco
después. Pero la matanza de niños no acabó con el conflicto. El último
niño fue asesinado en el sanatorio de Kaufbeuren tres semanas después de
la liberación de Alemania por las tropas aliadas. Tras el Holocausto,
tanto Hallervorden como Spatz siguieron trabajando en neurociencia como
jefes de laboratorio en el Instituto Max Planck en Giessen.
Posteriormente se trasladaron definitivamente al Max Planck de
Frankfurt. Julius Hallervorden tuvo una importante contribución en el
campo de la neuropatología, y recibió un doctorado honorario en 1956,
retirándose como profesor emérito antes de su muerte en 1966.
Estos éxitos académicos difuminan el
macabro pasado de Julius, aunque su implicación en los crímenes del
Tercer Reich fue definitivamente confirmada en la entrevista que le
realizó el neuropsiquiatra vienés Leo Alexander en el
verano de 1945. El contenido de dicha entrevista generó un informe para
el Subcomité Operativo de Inteligencia Combinada de la armada de los
Estados Unidos, que fue aportado en el Juicio de Nüremberg (documento
L-170) contra los médicos nazis. Dicho informe, hoy en día, sigue siendo
alto secreto. Curiosamente, Leo estuvo a las órdenes de Oskar Vogt en
el Instituto de Investigación Cerebral Kaiser-Wilhelm en Berlín, donde
todo empezó. Por su parte, Werner-Joachim Eicke,
asistente de laboratorio de Hallervorden reconoció la participación del
patólogo en el programa de eutanasia nazi en una entrevista después de
la Segunda Guerra Mundial.
Pero a pesar de esta sombría historia,
la comunidad científica sigue reconociendo a los neuropatólogos Julius
Hallervorden y Hugo Spatz su meticulosa capacidad de observación de las
huellas histopatológicas en los cerebros analizados, sus minuciosas
correlaciones clínicas de los casos estudiados, así como el progreso que
ambos promovieron en la clasificación y patogénesis de las enfermedades
mentales de la primera parte del siglo XX. Históricamente, el epónimo
con el que se reconoce a una determinada dolencia permite rendir tributo
y reconocimiento a los pioneros descubridores de la misma, aunque en
este caso, parte de la comunidad científica internacional ya ha
levantado sus voces pidiendo un cambio de nomenclatura para intentar que
se pierdan en la noche de los tiempos los nombres de estos dos
criminales.
Pero, mal que nos pese, a los doctores
Hallervorden y Spatz la humanidad siempre les deberá el descubrimiento
de una enfermedad pediátrica demoledora que, para más ironía, resulta
que ocurre en todas las razas.
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