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domingo, 19 de octubre de 2014

Dr hallervorden, otro científico nazi con pocos escrúpulos

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Los niños con el síndrome de Hallervorden-Spatz desarrollan deterioro mental paulatino, acompañado de convulsiones, distonía muscular, temblores, disfagia y un largo etcétera de efectos secundarios. El curso de esta dolencia, de herencia genética autosómica recesiva, es progresivo y tiene un desenlace fatal en pocos años.
Esta enfermedad, considerada rara, conocida también con el pomposo nombre de neurodegeneración asociada a pantotenato quinasa 2, se caracteriza por el acúmulo de hierro en las células nerviosas de ciertas regiones del sistema nervioso central, tales como los ganglios basales, el globus pallidus y la parte reticular de la substantia nigra. En dichas regiones se detectan acúmulos de hierro que colorean el tejido cerebral con un característico tono café, los cuales se asocian a la degeneración irreversible de esas áreas cerebrales.
Hasta aquí nada nuevo bajo el sol. Se trata de una enfermedad poco habitual asociada a fenómenos de retraso intelectual, como otros muchos síndromes pediátricos del sistema nervioso que desgraciadamente aparecen a edad temprana. Sin duda, la lógica nos induce a agradecer el descubrimiento de tal dolencia a los dos científicos que le dan nombre, Julius Hallervorden y Hugo Spatz, reconociendo su importante hallazgo tras casi un siglo de su descubrimiento. Seguramente imaginamos a estos científicos como ejemplos de virtud y dedicación para desentrañar los procesos subyacentes a esta terrible enfermedad infantil. Pero veamos las sorpresas que nos depara la historia.
Izquierda: Julius Hallervorden (1882-1965); derecha: Hugo Spatz (1888-1969) - See more at: http://brain.mpg.de/institute/history/a-dark-period.html#sthash.31MzXdb4.dpuf
Izquierda: Julius Hallervorden (1882-1965); derecha: Hugo Spatz (1888-1969) – Fuente: http://brain.mpg.de/institute
Julius era un médico prusiano de familia burguesa, hijo de psiquiatra, nacido en 1882 y que se había formado en Landsberg, donde se interesó por la neuropatología y por la comprensión de las bases biológicas de las enfermedades mentales. En 1921 dejaba el hospital de Landsberg, donde trabajaba, para hacer una estancia en el Departamento de Neurohistología del Instituto Alemán de la Investigación para la Psiquiatría de Munich (el actual Max Planck Gesellschaft). Por entonces, Julius ya había adquirido una buena experiencia en trabajar con material cerebral post mortem. Allí conoció a Hugo Spatz, con el que estableció un fuerte vínculo personal y laboral.
Ambos médicos examinaron los cerebros de dos hermanas enfermas traídos por Julius desde Landsberg. Las hermanas mostraban un cuadro de neurodegeneración no descrito hasta la fecha, que Hallervorden y Spatz caracterizaron, publicándolo en sendos artículos de la literatura científica alemana en 1922 y 1924. En conmemoración de este descubrimiento, esta enfermedad infantil todavía lleva el nombre de sus dos descubridores. A partir de ese momento Julius y Hugo siempre trabajaron juntos.
En 1937 Julius ocupó la Cátedra de Neuropatología del Instituto de Investigación Cerebral Kaiser-Wilhelm en Berlín, donde además asumió la dirección del Departamento de Neuropatología. El codirector del centro era, cómo no, Hugo Spatz. La dirección del instituto había estado copada por grandes neuropatólogos del momento, como Oskar Vogt, al que sucedió Julius, o Max Bielschowsky, eminente neurólogo alemán que popularizó la técnica de marcaje con plata que lleva su nombre, y que mejoraba el método desarrollado por Santiago Ramón y Cajal. Bielschowsky fue forzado a dejar el centro en 1933. Su pecado fue su origen. Era judío.
En la mañana del 1 de septiembre de 1939 el ejército alemán invadía Polonia utilizando la estrategia de la guerra relámpago, y cuatro semanas más tarde la parte occidental del país vecino caía bajo dominación nazi. Julius era por entonces patólogo en el Hospital del Estado de Brandenburgo. Un año antes el Gobierno nacionalsocialista comenzaba el proyecto de «eutanasia» masiva, estableciendo su centro neurálgico en el cercano sanatorio de Brandenburgo-Görden, a las afueras de la ciudad. Este proyecto se mantuvo en secreto utilizando el nombre en clave de Aktion-T4, por fraguarse en el número 4 de la calle Tiergarten de Berlín. Adolf Hitler autorizó verbalmente el programa en octubre de 1939, pero quiso fecharlo oficialmente el 1 de septiembre para que coincidiera con el día de la invasión de Polonia. Para poner en marcha el programa de eutanasia masiva se seleccionaron seis centros en el país, entre los que se encontraba el sanatorio de Brandenburgo-Görden. Curiosamente en dicha institución se pasó de examinar cuatro muestras post mortem en 1938 a 1260 entre los años 1939 y 1945. Heinrich Bunke, el médico a cargo de los centros de exterminio de Brandenburgo y Bernburgo, fue asistente visitante en el cercano laboratorio de Hallervorden.
Durante ese periodo, el doctor Hallervorden investigó alrededor de setecientos cerebros, la mayoría víctimas del programa Aktion-T4. Julius explicó al final de la guerra cómo consiguió los cerebros. «Me enteré de lo que iban a hacer, así que me dirigí a ellos y les dije: oíd, si vais a matar a toda esa gente, al menos extraed los cerebros para que el material pueda ser utilizado. Había material maravilloso entre aquellos cerebros, hermosos defectos mentales, malformaciones y enfermedades infantiles precoces. Me preguntaron que cuántos podía examinar, y les contesté que una cantidad ilimitada, cuántos más mejor».
Cada enfermo fue identificado por un enfermero, matrona o médico, los cuales fueron obligados a completar un formulario identificando a cualquier niño o adolescente con malformaciones que estuviera bajo su tutela. Por cada informe se pagaban dos marcos.
La decisión de matar a un niño era tomada por un panel de tres examinadores eminentes: el director de la Clínica Pediátrica de la Universidad de Leipzig Werner Catel y los pediatras Hans Heinze y Ernst Wenzler, el cual había inventado una incubadora para bebés prematuros. Estos médicos decidían, sin ni siquiera visitar a los niños, cuál debía morir, con una cruz roja en el formulario, cuál debería vivir, con un signo negativo, y en contados casos, con un signo de interrogación, cuándo se necesitaban más consideraciones. Los médicos y enfermeros de las instituciones de eutanasia eran pagados con bonos mensuales y, extraordinariamente, durante las Navidades. En la clínica de Kalmenhof, el personal médico era recompensado con botellas de vino cada vez que se cumplía la macabra cifra de cincuenta asesinatos.
Según este anuncio cuesta lo mismo mantener a un discapacitado que a una familia de pura raza.
Pero la calidad de las notas clínicas que acompañaban a los cerebros a veces dejaba mucho que desear, por lo que Julius se esmeró en seleccionar personalmente los casos médicos más interesantes. Además decidió acompañar en la autopsia y extraer personalmente los cerebros, de tal forma que se preservara la calidad del tejido. Solo en un día, el 28 de octubre de 1940, Julius seleccionó cuidadosamente a más de sesenta niños y adolescentes en el Hospital de Brandenburgo, los cuales fueron asesinados bajo su supervisión para investigaciones científicas. En un informe de marzo de 1944 dirigido al profesor Paul Nitsche, asesor en jefe del programa Aktion-T4 reconocía: «he recibido 697 cerebros en total, incluyendo aquellos que he tomado yo mismo en Brandenburgo». Tras el estudio de estos cerebros, Hallervorden publicó una docena de artículos científicos después de la guerra, siete de ellos como único autor. Entre los macabros resultados Julius describió el efecto de la exposición a monóxido de carbono en el cerebro fetal, aunque también realizó aportaciones significativas en campos como los tumores cerebrales, la microcefalia o la parálisis cerebral, entre otros. Sin embargo, había otras enfermedades que carecían de interés para Julius. Él mismo rechazó los cerebros de pacientes esquizofrénicos o epilépticos «no por indignación moral, sino porque no podría encontrar nada significativo en ellos».
Parece ser que en la valiosa colección de muestras de Julius también se encontraban 185 cerebros de polacos del gueto de Varsovia y 17 de la región de Lublin. «Acepto los cerebros, por supuesto. De dónde vienen y cómo llegan a mí en realidad no es mi problema», sentenciaba. En una carta al Consejo de Investigación Alemán, Hallervorden solicitó una cámara especial Zeiss «para tomar fotografías pre mortem y post mortem de individuos con idiotez o con enfermedades degenerativas del cerebro».
Al terminar la guerra, Julius fue arrestado por la policía militar estadounidense, pero fue liberado poco después. Pero la matanza de niños no acabó con el conflicto. El último niño fue asesinado en el sanatorio de Kaufbeuren tres semanas después de la liberación de Alemania por las tropas aliadas. Tras el Holocausto, tanto Hallervorden como Spatz siguieron trabajando en neurociencia como jefes de laboratorio en el Instituto Max Planck en Giessen. Posteriormente se trasladaron definitivamente al Max Planck de Frankfurt. Julius Hallervorden tuvo una importante contribución en el campo de la neuropatología, y recibió un doctorado honorario en 1956, retirándose como profesor emérito antes de su muerte en 1966.
Estos éxitos académicos difuminan el macabro pasado de Julius, aunque su implicación en los crímenes del Tercer Reich fue definitivamente confirmada en la entrevista que le realizó el neuropsiquiatra vienés Leo Alexander en el verano de 1945. El contenido de dicha entrevista generó un informe para el Subcomité Operativo de Inteligencia Combinada de la armada de los Estados Unidos, que fue aportado en el Juicio de Nüremberg (documento L-170) contra los médicos nazis. Dicho informe, hoy en día, sigue siendo alto secreto. Curiosamente, Leo estuvo a las órdenes de Oskar Vogt en el Instituto de Investigación Cerebral Kaiser-Wilhelm en Berlín, donde todo empezó. Por su parte, Werner-Joachim Eicke, asistente de laboratorio de Hallervorden reconoció la participación del patólogo en el programa de eutanasia nazi en una entrevista después de la Segunda Guerra Mundial.
Pero a pesar de esta sombría historia, la comunidad científica sigue reconociendo a los neuropatólogos Julius Hallervorden y Hugo Spatz su meticulosa capacidad de observación de las huellas histopatológicas en los cerebros analizados, sus minuciosas correlaciones clínicas de los casos estudiados, así como el progreso que ambos promovieron en la clasificación y patogénesis de las enfermedades mentales de la primera parte del siglo XX. Históricamente, el epónimo con el que se reconoce a una determinada dolencia permite rendir tributo y reconocimiento a los pioneros descubridores de la misma, aunque en este caso, parte de la comunidad científica internacional ya ha levantado sus voces pidiendo un cambio de nomenclatura para intentar que se pierdan en la noche de los tiempos los nombres de estos dos criminales.
Pero, mal que nos pese, a los doctores Hallervorden y Spatz la humanidad siempre les deberá el descubrimiento de una enfermedad pediátrica demoledora que, para más ironía, resulta que ocurre en todas las razas.

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